martes, 12 de septiembre de 2023

Terrorismo y narcotráfico: La sangre derramada en Putis - Ayacucho, clama justicia.

Felipe A. Páucar Mariluz.


Entierro de los restos mortales de 123 víctimas de ejecuciones extrajudiciales en Putis – Ayacucho. Foto Andina.


El 12 de setiembre se cumplieron 31 años de la captura de Abimael Guzmán Reinoso cabeza de Sendero Luminoso, el 23 de agosto se recordó los 20 años de entrega del Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, CVR, y el próximo 13 de diciembre se cumplirán 39 años de una de las más grandes y peores masacres cometidas en Putis un distrito en extrema pobreza que entonces era un caserío del distrito de Santillana en la provincia de Huanta, región Ayacucho, en contra de 123 personas hombres, mujeres y niños indefensos e inocentes que fueron asesinados a balazos y sepultados en dos fosas comunes por elementos de una patrulla militar convertida tristemente al terrorismo de Estado en el objetivo de erradicar al grupo terrorista Sendero Luminoso, pero, utilizando estrategias genocidas cebadas con la violación masiva de derechos humanos.

 

Una patética forma de recordarnos que la sangre derramada en Putis sigue clamando por justicia fue el enfrentamiento entre una patrulla militar con narcotraficantes que trasladaban según versión oficial un cargamento de 500 kilos de cocaína desde Llochegua Vraem hacia un lugar no determinado de la costa peruana y donde murieron 4 efectivos militares, fueron heridos 3 y murieron 2 supuestos narcotraficantes de los que hay fotografías donde se evidenciaría que a uno se le habría sembrado una ametralladora UZI. El hecho es investigado por la fiscalía aunque desde un principio se adelantaron versiones y opiniones falsas o contradictorias que no contribuyen a revelar la verdad sobre los hechos sangrientos. Por ejemplo, se dijo que: a) Los narcos llevaban la droga en la camioneta roja que fue acribillada, para luego cambiar de versión por la que en esa camioneta se trasladaba parte de la patrulla militar y un efectivo policial antidrogas. b) Se dijo que la patrulla militar salió del Comando del Ejército Pichari - VRAEM, CEVRAEM, en dos camionetas con 9 efectivos a las 11 de la noche del domingo 3 al tomar conocimiento por un informante que un cargamento de droga pasaría por Putis y que la patrulla llegó al lugar en dos horas, cuando por la distancia era un mínimo de 8 horas de recorrido de los aproximadamente 450 kilómetros por una carretera en regular estado de conservación. c) No se informó que un miembro de inteligencia se desplazó junto a ellos en una motocicleta roja llevando al informante. d) Se informó que se hallaron 500 kilos de droga en 25 sacos, pero el fiscal cree que hubo más droga al encontrar un paquete de 1.5 kilos en la tolva de la camioneta. e) No se informó que la camioneta blanca donde presuntamente se desplazaron los narcos fue incendiada intencionalmente tal como constató el fiscal. f) Se procedió al levantamiento de los cadáveres y a modificar la escena de los hechos sin la presencia de la autoridad correspondiente, el fiscal firmó el acta con observaciones por esta razón. Además, las 2 camionetas, la motocicleta y todos los agentes que participaron en el operativo no fueron puestos a disposición del fiscal inmediatamente para facilitar las investigaciones tal como como corresponde de acuerdo a directivas expresas aplicadas en sucesos similares.


En un video difundido por la Defensoría del Pueblo de Huanta se vio que las camionetas roja y gris fueron acribilladas frontalmente evidenciando que pudo tratarse de una emboscada contra la patrulla militar y que los cadáveres más la droga fueron colocados y cubiertos en la tolva de una camioneta. En suma una serie de irregularidades que podría denotar el objetivo de ocultar información elemental sobre el operativo y los hechos producidos en Putis. La muerte de solo militares en una operación contra el narcotráfico pone en tela de juicio la versión dada sobre acciones de control territorial de una patrulla militar por la serie de inconsistencias que se evidencian. Está por determinarse si hubo o no participación de elementos del grupo Militarizado Partido Comunista del Perú, MPCP. ¿Por qué algunos periodistas y ‘expertos’ dieron versiones contradictorias y falsas, cuando desde un principio se debió esperar para difundir la versión oficial ajustada a los hechos? ¿Por qué el comunicado del ministerio de Defensa a estas alturas resulta cuestionable? Una vez más, la elucubración, la especulación fantasiosa, la manipulación y el intento de ocultar información clave cobraron protagonismo, en un lamentable hecho teñido de sospechas de corrupción, lo que indica que después de 43 años no aprendimos a ser responsables y transparentes, además, que los medios de comunicación no cuentan con personal especializado o con experiencia en estos temas permitiendo que el oportunismo y el oscurantismo posicionen hechos falsos, mentiras o medias verdades que contribuyen a desinformar al país. En apariencia los años pasaron en vano, mientras la corrupción se institucionaliza y prolonga la violencia con visos de impunidad.

 

Camioneta quemada de ¿narcos?, nadie informa sobre cómo y por qué fue incendiada, podría evidenciar el objetivo de ocultar o eliminar pruebas claves. Difusión.


La Comisión de la Verdad y Reconciliación logró establecer que en diciembre de 1984, no menos de ciento veintitrés personas (123) hombres y mujeres de las localidades de Cayramayo, Vizcatampata, Orccohuasi y Putis, en el distrito de Santillana, provincia de Huanta (Ayacucho) fueron víctimas de una ejecución (extrajudicial) arbitraria llevada a cabo por efectivos del Ejército acantonados en la comunidad de Putis. Los comuneros fueron reunidos por los militares con engaños, obligados a cavar una fosa y luego acribillados por los agentes del orden (Informe CVR 2003).

 

“Cuando los vivos callan y los muertos gritan, entre la tiniebla, la ternura y el dolor, cruzamos más allá del infierno, recorriendo los senderos misteriosos de un territorio lleno de nostalgia. Allí, buscando a los demás, en medio de la lucha andina contra la muerte, reviviendo los recuerdos sangrantes, socavando las tumbas clandestinas, donde el llanto brota de la tierra, implorando plegaria por los hijos del dolor y hermanos de la muerte, donde un cuerpo inerte nos hace escuchar su silencio, el silencio de sus vidas, donde un cadáver nos anuncia que la muerte ya no es una tentación para ellos, allá en el ande perdido, donde el tiempo se empecina en borrar el dolor, recogimos estos mudos testimonios” (Artemio Sánchez, autor del libro Genocidio en los Andes, Silencio de los vivos, el grito de los muertos, 2015). Aquí un extracto de una investigación en el lugar de los hechos que corrobora que los campesinos, comuneros y la gente pobre, casi sin cultura fueron víctimas de elementos que se creían poderosos solo por el hecho de portar un arma sea legal o ilegal, demuestra también que vivir entre dos fuegos o morir a fuego cruzado en una especie de competencia de quien mata más y de la forma más despiadada fue una realidad dolorosa para un sector numeroso de peruanos que no merecía esta nefasta experiencia:


“El Primer ataque en Putis fue el 17 de agosto de 1983: dos mujeres asesinadas, un comunero secuestrado, viviendas incendiadas y robo de ganados, ingresaron aproximadamente ochenta subversivos, quienes descendieron del cerro Yuncaccasa. Al no hallar a los líderes comunales, se ensañaron con sus esposas, asesinando salvajemente a dos mujeres: Felicitas Quispe Curo, esposa del presidente de la comunidad Antonio Quispe Fernández, y Sofía Quispe Curo, esposa del auxiliar del agente municipal Germán Fernández… Aquella mañana frígida en que los senderistas ingresaron a la vivienda de Felicitas, humilde mujer campesina y madre abnegada, a empellones la cogieron, le ataron las manos y la degollaron. Su cuerpo inerte yacía en el piso cuando los sediciosos prendieron fuego a la rústica chocita en la que vivía. Al día siguiente sus familiares y amigos la buscaron desesperadamente y solo pudieron encontrar, entre los escombros carbonizados, su cuerpo incinerado. A Sofía, una madre gestante, le dieron muerte con tres cuchilladas en el pecho. Su cadáver fue hallado en el patio de su domicilio, junto al arma que acabó con su vida. Germán, su esposo, apenas pudo escapar al escuchar los ladridos de los perros que le alertaron la presencia de los subversivos. El asedio continuó con el incendio de la vivienda del comunero Marcial Curo; acorralaron a 18 cerdos dentro de ella antes de prenderle fuego. Similar suerte corrieron todas las viviendas de la comunidad de Cayramayo. Aprovechando que los comuneros huían despavoridos para salvaguardar sus vidas, los terroristas arrearon con 60 ovinos. El comunero Marcial Curo, al no poder escapar, fue capturado y enrolado a la fuerza en el “Ejército Popular”. Hasta la fecha no se sabe nada de él.

 

Segundo ataque, 7 de setiembre de 1983: Asesinan, amenazan y nombran representantes de Sendero Luminoso. Aquella fatídica mañana, a las 5 de la mañana, más de doscientos subversivos rodearon a la comunidad de Cayramayo. Los sediciosos estaban armados con dos FAL: un máuser y una uzi; los demás portaban granadas hechizas confeccionadas a base de latas y/o botellas descartables, así como armas punzocortantes. Los pobladores fueron congregados en la plaza principal. Ahí, el jefe senderista extrajo de su morral una lista de la que llamó al agente municipal de la comunidad Sacarías Curo y al secretario de la agencia municipal Rodrigo Díaz. Cuando ambos dirigentes salieron al frente, los hicieron arrodillar, los tildaron de soplones, de atentar contra el “Partido Comunista”, y, sin escuchar las plegarias de los comuneros, les dispararon en la cabeza. Luego de haber victimado a los indefensos campesinos, llamaron de su “lista negra” a Clemente Fernández Flores y Emilio Fernández Allcallauri, exautoridades. En presencia de todos les advirtieron que “si se portaban al igual que estos dos miserables —refiriéndose a los victimados—, les iba a suceder lo mismo”; los perdonarían hasta que el Partido tomara una nueva decisión sobre ellos. Culminadas las advertencias, amenazas y arengas, aproximadamente las 6 horas, todos los comuneros, hombres, mujeres y niños, fueron conducidos al cerro de Quisuarccasa, a treinta minutos de la comunidad de Cayramayo. Los senderistas se quedaron con los comuneros todo el día en Quisuarccasa, efectuando una Asamblea en la que, aproximadamente a las 2 horas, designaron a los comuneros Herminio Quispe y Francisco Vargas como sus representantes. Dieron charlas de adoctrinamiento, arengas contra el gobierno del arquitecto Fernando Belaunde y solicitaron al campesinado unirse a la lucha emprendida por ellos. A las 4 de la tarde, dejaron libres a los comuneros que, temerosos, retornaron a su comunidad.

 

Tercer ataque, noviembre de 1983: Robo de ganados. El hacendado de “Patachuya”, ante diversas amenazas de muerte recibidas por parte de los subversivos, solicitó garantías a los militares para el recojo de sus bienes. Ante el robo de sus ganados efectuado por los senderistas, se da inicio a la persecución de treinta sediciosos que, ingresaron a Cayramayo. Al percatarse de que no había ningún poblador en la comunidad, porque tras la sicosis dejada en la segunda incursión pernoctaban en los huaycos y cuevas aledañas, aprovecharon para robar ganados y escaparon después en dirección al cerro Saccsahuillca. Aquella noche lúgubre, aparecieron de improviso los militares que habían estado persiguiendo a los terroristas. Agotados, se quedaron a descansar en Cayramayo, en donde tildaron de subversivos a todos los comuneros y asesinaron al señor Paulino Quispe Curo, además de quince ganados, entre vacunos y ovinos. Los pobladores, desesperados, huyeron a diferentes lugares para ponerse a salvo.

 

El temor a los militares. Ante la convivencia implícita de los comuneros y subversivos, los efectivos militares ingresaron en cinco oportunidades a la comunidad de Cayramayo, sus pobladores se daban a la fuga ante su presencia, a excepción de la tercera vez, en la que fue asesinado Andrés Ccente Calderón, un anciano de 84 años de edad. Por los constantes hostigamientos por parte de los subversivos y las represalias de las fuerzas del orden, los pobladores de Cayramayo en su totalidad de trasladaron a Sailla-Llamacniyocc, lugar en donde también serían hostigados por los miembros de la base contrasubversiva del Ejército establecido en el pueblo de Ayahuanco, el 30 de julio de 1984. Este hecho motivó que se reubicaran en otro lugar más seguro: escogieron para ello la cumbre de Saccsahuillca.

 

Huida al cerro, llegada militar, retorno con banderas blancas a Putis, salvaje masacre y migración a la ceja de selva. El de 6 de setiembre de 1984, se instaló la base militar en Putis, distante a una hora y media de Saccsahuillca. En la cima de este cerro se refugiaron los habitantes de diversas comunidades: Cayramayo, Putis, Rodeo, Rumichaca, Parobambilla, Vizcatán Chico, Mashuacancha, Huayrapampa, Sailla-Llamacnillocc y Parobamba, entre otras, sumando entre todos más de tres mil personas que, además de sus utensilios y demás pertenecías, trasladaron consigo unos siete mil ovinos. Aquel día los militares llegaron a Putis a las 10 de la mañana y, al no encontrar a ningún poblador de esta comunidad, temerosos se instalaron de inmediato. Por la tarde, a las 3, efectuaron una operación de rastrillaje vivienda por vivienda, asesinando a toda persona que era encontrada dentro de ella. Entre los victimados figuran la anciana Francisca Gamboa Taype, Leonela Condoray Gamboa con sus siete hijos, Marcela Condoray Gamboa con sus cuatro hijos, Lorenzo Flores Ricra con sus cuatro hijos y Mauro Condoray con sus dos hijos. Cuando los pobladores de esta comunidad se enteraron del establecimiento de la base contrasubversiva a los ocho días siguientes, el 14 de setiembre de 1984, un primer grupo de 40 familias descendió de las cumbres del cerro Saccsahuillca, portando banderas blancas desde el cerro en el que se habían refugiado por motivos de seguridad. Lo mismo hicieron otros grupos durante los tres días siguientes, retornando aproximadamente 110 familias con sus respectivos utensilios y animales. Este número representa el 50% de los pobladores agrupados en Saccsahuillca, que bajaron para establecerse en Putis bajo la protección que ofrecía las Fuerzas Armadas; mientras que el otro 50% se estableció en la ceja de selva, en el lugar de Ccatumpampa, zona poseedora de vastos pajonales. En Putis, los comuneros retornantes recibieron las órdenes de los militares de reconstruir las viviendas para retomar sus vidas, bajo la tutela de las Fuerzas Armadas. Por temor a nuevos ataques terroristas, los pobladores vivían entre los escombros de los caserones, bajo la protección militar. Trascurridos unos meses de haberse establecido, a inicios de diciembre de 1983, descendieron de uno de los cerros aledaños cuatro personas provenientes de Marccaraccay, con una recua de acémilas que trasladaba víveres y cajas de cervezas. A las diez de la noche, los forasteros Añacc, Machamacha y Huaychao, solicitaron una audiencia con el capitán EP de la base contrasubversiva de Putis. En la reunión, entre licores, Huaychao convenció al jefe de la base de que los pobladores de la zona eran “rojos” y que en cualquier momento se revelarían para matar a toda la tropa. Acordaron entre ellos el exterminio total de los comuneros, para acabar con un gran contingente subversivo y posteriormente apoderarse de sus bienes y ganados, con el fin de negociarlos en la capital distrital de Santillana y en otros lugares. Al rayar el alba del día siguiente, los militares, de forma grotesca, ordenaron formar a todos los pobladores en la plazoleta central de Putis. Allí los seleccionaron en grupos, separando a las mujeres y niños de los hombres, y obligándoles a cavar sus propias tumbas, después cuando culminaron, los volvieron a juntar a todos en los hoyos que serían su última morada y les dispararon a diestra y siniestra, mientras clamaban por piedad. La posteriormente denominada fosa de Putis es considerada la más grande del proceso de violencia armada interna, debido a que en ella fueron enterrados 123 pobladores — entre hombres, mujeres y niños— pertenecientes a las localidades de Cayaramayo, Vizcatampata, Rodeo y Orccohuasi, entre otras, en el distrito de Santillana, provincia de Huanta. Este hecho se produjo el 13 de diciembre de 1984, cuando miembros del Ejército Peruano, acantonados en Putis, obligaron a los pobladores de aproximadamente ocho comunidades a trasladarse hacia las cercanías de la base militar. Allí pasaron la noche. A la mañana siguiente, tras la llegada de más uniformados, ordenaron a los campesinos varones a cavar un enorme hoyo de aproximadamente 30 m2. Según rezan diversos testimonios, los militares decían que en aquella excavación sería instalada una pisigranja. La faena duró más de tres horas, mientras niños y mujeres aguardaban el término de los trabajos con inocultable temor. Primero asesinaron a los varones. Entre el reclamo de sus mujeres e hijos, los campesinos fueron sacados a empellones del pequeño templo ubicado cerca de la fosa, en grupos de seis. Los ubicaron en fila y les dispararon a quemarropa. Luego siguieron las mujeres, varias de las cuales, las más jóvenes, fueron primero ultrajadas por los criminales antes de ser victimadas. Junto a ellas, ejecutaron a dieciocho niños, cuyas edades oscilan entre uno y trece años. Al terminar la matanza, los soldados bajo las órdenes del Comandante “Óscar”, del Capitán “Cuervo”, del Teniente “Lalo” y de otro oficial conocido como “Bareta” —seudónimos que reconocieron algunos testigos de los hechos que lograron huir antes del genocidio—, sepultaron los cuerpos con tierra y piedras tanto en la primera y más grande fosa, como en la segunda excavación, ubicada debajo del local donde un día funcionó la escuela de Putis. De esta trágica matanza pudo salvarse un niño de ocho años de edad, que fue protegido de las balas asesinas por el cuerpo inerte de su abuelo que cayó victimado. Luego de ponerse a salvo, logró reconocer entre los militares a varios civiles, entre ellos a su tío, Machamacha. Al hacerlo, corrió hacia él en forma inmediata, se prendió de su pierna fuertemente y, entre lágrimas, suplicó perdón y piedad por su vida. “Tío, por favor, no me mates, no me mates…”, lo recuerdan los ichus ensangrentados y los cientos de cuerpos inertes que yacían como mudos testigos. Apiadado del clamor de su sobrino, Machamacha pide a los militares dejarlo vivo. Aquel niño responde al nombre de Eusebio y, en la actualidad, radica en la ciudad de Huanta. Cumplió con su Servicio Militar Obligatorio y debió de salir de baja en 1998. (Genocidio en los Andes, Silencio de los vivos, el grito de los muertos; Artemio Sánchez Portocarrero, marzo 2015).


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