Por: German Uribe.
La violencia de género en Colombia es un hecho irrebatible. Es la expresión de una infamia que grita y consterna, pero a la que se la viene tratando más con compasión que con el coraje y la cólera que reclama. Más como estadística y "fenómeno" que como factor gravísimo de anulación histórica de comunidades y pueblos. Y más que noticia diaria, es una de aquellas realidades que por repetitiva y recurrente peligra en convertirse en un mal sin remedio o en una epidemia sin vacuna.
Alejándonos por ahora del tan elocuente y en boga tema de la violencia intrafamiliar, queremos hacer particular mención a la estremecedora tragedia que viven las mujeres colombianas en medio del conflicto armado. "Conflicto", decimos textualmente, aunque esta designación no sea otra cosa que el eufemismo con que ciertos sectores poderosos han querido denominar para su conveniencia la larga guerra en la que vivimos.
Pero veamos lo que ocurre: el conflicto colombiano, ya aclimatado en lo bárbaro e irracional, les ha permitido a todos sus actores, pero de manera significativa al paramilitarismo, ver en la vulnerabilidad y desprotección de las mujeres su caldo de cultivo para avanzar en su infernal guerra sucia. Secuestrando, violando o sencillamente reduciendo a las mujeres, están aterrorizando con ello a familias y poblaciones enteras. Y luego, como perros de presa, se desplazan concretando sus objetivos: asesinatos y masacres con los nombres artificiosos de "limpieza social" o "vindictas políticas"; saqueo de bienes y despojo de tierras. Incluso, el uso de la esclavitud sexual o de servicios personales de niñas adolescentes que suman aquí y allá a su botín de guerra.
Y, lo más alarmante, es que no se ha podido probar aún que tal violencia desatada contra el género femenino no esté rigurosamente concernida con el hecho muy puntual de que aquellas víctimas lo son por el simple hecho de ser mujeres, o mejor, su índole de género les puede estar acentuando su desgracia.
Cuando la banda facinerosa irrumpe en pos de un "trofeo", material o simbólico, al doblegar, asesinar, desaparecer, esclavizar o simplemente "tomar" a la mujer, está con ello agrietando, o bien un núcleo familiar, o bien, la esencia y la savia vital de un eje social o de una comunidad específica. Y los actores del conflicto lo saben. Todos. Hasta los que están allí atornillados en la guerra "defendiendo a las instituciones" o "aquí, salvando la democracia...".
Ya nadie discute que la masa desplazada en nuestro país -la primera en el mundo- se encuentra entre 3 y 4,6 millones de personas. Ahora, es nuestra obligación destacar que, como lo afirma Acnur, "las mujeres y niñas conforman más de dos tercios de la población desplazada en Colombia" y alcanzan a ser el 70,6 por ciento de quienes exigen equidad ante Justicia y Paz.
Ante esta turbadora afrenta, no hay espacio para la distracción o el silencio. Hay que denunciarlo. Y con voz fuerte: el desplazamiento social en Colombia y la violencia de género son, de todos nuestros males, los más ignominiosos y brutales.
Recientemente leí algunos informes y recomendaciones respecto a la situación de la mujer en nuestro conflicto. Tanto Codhes, como Acnur, nos ilustran bien, pero fue un texto de María Himelda Ramírez denominado 'El impacto del desplazamiento forzado sobre las mujeres en Colombia' el que de mejor manera me acercó al tema. Y en un punto específico de su estudio, cuando se propone describir el calvario del éxodo femenino tras la violencia de la guerra, expone algunos aspectos que las autoridades colombianas deberían observar cuando por fin le metan ganas a la resolución de este dramático problema.
Dice: "En el momento crítico del éxodo luego de una masacre o de otras escenas amenazantes, el terror cumple funciones muy efectivas de amedrentamiento. El despojo, la muerte y la expulsión producen un intenso sufrimiento emocional agravado por la incertidumbre respecto al futuro. Los sentimientos de impotencia se ven reforzados por la impunidad... Las mujeres adultas se ven abocadas a la redefinición de sus roles sociales y sus identidades lo mismo que los hombres..."
Llevarse a las mujeres como esclavas sexuales, como su "posesión" para toda clase de usos o, violándolas y asesinándolas, hacerlas sujetos valiosos para la destrucción de familias, comunidades o poblaciones, ¿no las convierte de alguna manera en trofeos de guerra?
Este es, pues, el más degradante y letal de los designios que pesan sobre la mujer en este país de fusiles, "amargas", rocolas y "meros machos", y en donde la violación de una mujer ha llegado a concebirse como un asalto al honor y a las posesiones materiales del adversario.
Alejándonos por ahora del tan elocuente y en boga tema de la violencia intrafamiliar, queremos hacer particular mención a la estremecedora tragedia que viven las mujeres colombianas en medio del conflicto armado. "Conflicto", decimos textualmente, aunque esta designación no sea otra cosa que el eufemismo con que ciertos sectores poderosos han querido denominar para su conveniencia la larga guerra en la que vivimos.
Pero veamos lo que ocurre: el conflicto colombiano, ya aclimatado en lo bárbaro e irracional, les ha permitido a todos sus actores, pero de manera significativa al paramilitarismo, ver en la vulnerabilidad y desprotección de las mujeres su caldo de cultivo para avanzar en su infernal guerra sucia. Secuestrando, violando o sencillamente reduciendo a las mujeres, están aterrorizando con ello a familias y poblaciones enteras. Y luego, como perros de presa, se desplazan concretando sus objetivos: asesinatos y masacres con los nombres artificiosos de "limpieza social" o "vindictas políticas"; saqueo de bienes y despojo de tierras. Incluso, el uso de la esclavitud sexual o de servicios personales de niñas adolescentes que suman aquí y allá a su botín de guerra.
Y, lo más alarmante, es que no se ha podido probar aún que tal violencia desatada contra el género femenino no esté rigurosamente concernida con el hecho muy puntual de que aquellas víctimas lo son por el simple hecho de ser mujeres, o mejor, su índole de género les puede estar acentuando su desgracia.
Cuando la banda facinerosa irrumpe en pos de un "trofeo", material o simbólico, al doblegar, asesinar, desaparecer, esclavizar o simplemente "tomar" a la mujer, está con ello agrietando, o bien un núcleo familiar, o bien, la esencia y la savia vital de un eje social o de una comunidad específica. Y los actores del conflicto lo saben. Todos. Hasta los que están allí atornillados en la guerra "defendiendo a las instituciones" o "aquí, salvando la democracia...".
Ya nadie discute que la masa desplazada en nuestro país -la primera en el mundo- se encuentra entre 3 y 4,6 millones de personas. Ahora, es nuestra obligación destacar que, como lo afirma Acnur, "las mujeres y niñas conforman más de dos tercios de la población desplazada en Colombia" y alcanzan a ser el 70,6 por ciento de quienes exigen equidad ante Justicia y Paz.
Ante esta turbadora afrenta, no hay espacio para la distracción o el silencio. Hay que denunciarlo. Y con voz fuerte: el desplazamiento social en Colombia y la violencia de género son, de todos nuestros males, los más ignominiosos y brutales.
Recientemente leí algunos informes y recomendaciones respecto a la situación de la mujer en nuestro conflicto. Tanto Codhes, como Acnur, nos ilustran bien, pero fue un texto de María Himelda Ramírez denominado 'El impacto del desplazamiento forzado sobre las mujeres en Colombia' el que de mejor manera me acercó al tema. Y en un punto específico de su estudio, cuando se propone describir el calvario del éxodo femenino tras la violencia de la guerra, expone algunos aspectos que las autoridades colombianas deberían observar cuando por fin le metan ganas a la resolución de este dramático problema.
Dice: "En el momento crítico del éxodo luego de una masacre o de otras escenas amenazantes, el terror cumple funciones muy efectivas de amedrentamiento. El despojo, la muerte y la expulsión producen un intenso sufrimiento emocional agravado por la incertidumbre respecto al futuro. Los sentimientos de impotencia se ven reforzados por la impunidad... Las mujeres adultas se ven abocadas a la redefinición de sus roles sociales y sus identidades lo mismo que los hombres..."
Llevarse a las mujeres como esclavas sexuales, como su "posesión" para toda clase de usos o, violándolas y asesinándolas, hacerlas sujetos valiosos para la destrucción de familias, comunidades o poblaciones, ¿no las convierte de alguna manera en trofeos de guerra?
Este es, pues, el más degradante y letal de los designios que pesan sobre la mujer en este país de fusiles, "amargas", rocolas y "meros machos", y en donde la violación de una mujer ha llegado a concebirse como un asalto al honor y a las posesiones materiales del adversario.
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