La señora Luz Salgado, que aportó una buena dosis de labia al decenio fujimorista, exige desde anoche que le pidamos perdón. Que se lo pida su santa abuela o su más que santa madre. Que se lo pida la Santa Paciencia y el Santo Cachón. Este columnista pensaría en pedirle perdón si ella, antes y de rodillas, le dice a la gente que Fujimori maltrató, a los deudos de las víctimas que Fujimori mandó matar y al público reunido en una Plaza de Armas festiva para la ocasión, que está arrepentida de haber sido una de las peores brujas de la dictadura y que ha tenido tiempo para la reflexión y la limpieza y que no lo volverá a hacer. Pero no me va a hacer caso, por supuesto, porque el fujimorismo –que vicepreside dos veces el gobierno con Giampietri y la señora Mendoza del Solar– está recargado, alentado por Alan, forrado con las putiencuestas, reencarnado en Castañeda (por si acaso) y rejuvenecido hasta el milagro por un transplante de células de la puta madre.
La señora Salgado dice que le debíamos pedir perdón porque durante ocho años ella sufrió “un proceso judicial promovido por el odio”. Se refiere al juicio que involucró a algunas nanas del fujimorismo (como ella y Carmen Lozada de Gamboa) y a trece tránsfugas que completaron “la mayoría parlamentaria” que Fujimori mandó a hacerse en la sastrería panameña de Montesinos.
En efecto, no se les pudo probar ni a Luz Salgado ni a Carmen Lozada que hubiesen recibido dinero tintineante para sus campañas congresales reeleccionistas y para su vociferante participación en la ilegal segunda reelección del asesino mediato de Barrios Altos y La Cantuta. Bastará que las recordemos fulminando a quien pensaba distinto, salivando toda clase de coartadas para decir que los millones de Montesinos eran limpios y bien ganados, y calumniando con todo tipo de ocurrencias excrementicias a quien se atreviera a enfrentarse al poder siniestro detrás del cual chillaban.
Si la justicia peruana “las absuelve”, la memoria de la gente decente no las olvidará.
Lo de los tránsfugas es un plato más fuerte todavía. Para vergüenza de la judicatura y alegría del chinomontesinismo chavetero, la mayor parte de los tránsfugas comprados al peso en el año 2000 no fueron culpables de nada.
Un poder judicial que sigue hediendo a lo mismo desde los tiempos de Simón Bolívar –o sea el olor del dinero que se esconde entre los calcetines, el olor del dinero abovedado en el sobaco– ha decidido que nueve de los que se vendieron no se vendieron sino que se regalaron.
Que jueces que tienden a subastarse inversamente decidan que los congresistas vendidos no cobraron por la felonía electoral que cocinaron en las salas del SIN, que el transfuguismo –fundado en ese periodo por Betito Kouri y su camión frigorífico– sea algo que se deba premiar pasando por la lavadora de la Corte Suprema, son hechos que ya no nos deberían sorprender. Pero que encima salgan miembros de esa pandilla a decir que todo se aclaró, que ellos se pasaron de la oposición que los encumbró al fujimorismo que los inhaló “porque el país lo requería para aliviar la tensión”, o “porque entendimos, después de las elecciones, la enorme responsabilidad que teníamos en nuestras manos”, bueno, eso sí que es pasarse de la raya y asomarse a la arcada.
Que los tránsfugas sepan que en la corte suprema de la memoria, que es la que vale para las herencias, ellos siempre serán las ratas que Fujimori adquirió para el papel de extras a la hora de la quemazón general. La productora se llamaba Laura Bozzo. La película no era precisamente de Kurosawa sino de Saravá y los efectos especiales (que también eran falsos) los ponían las Fuerzas Armadas acantonadas en Putis y Cayara. El guión fue de Montesinos, los diálogos de Faisal, la banda (sonora) de Raúl Romero, los trucajes de Guido Pennano y todo se inspiró en un cuento inédito de Poe y en las posdatas fascistas que dejó Mishima antes de practicarse el harakiri.
Cuando algunos de los colaboradores de Viriato lo mataron por prometedora gestión de Cepión, reclamaron a Roma una recompensa. La recompensa les fue negada con la siguiente respuesta:
-Roma no paga a traidores.
La señora Salgado dice que le debíamos pedir perdón porque durante ocho años ella sufrió “un proceso judicial promovido por el odio”. Se refiere al juicio que involucró a algunas nanas del fujimorismo (como ella y Carmen Lozada de Gamboa) y a trece tránsfugas que completaron “la mayoría parlamentaria” que Fujimori mandó a hacerse en la sastrería panameña de Montesinos.
En efecto, no se les pudo probar ni a Luz Salgado ni a Carmen Lozada que hubiesen recibido dinero tintineante para sus campañas congresales reeleccionistas y para su vociferante participación en la ilegal segunda reelección del asesino mediato de Barrios Altos y La Cantuta. Bastará que las recordemos fulminando a quien pensaba distinto, salivando toda clase de coartadas para decir que los millones de Montesinos eran limpios y bien ganados, y calumniando con todo tipo de ocurrencias excrementicias a quien se atreviera a enfrentarse al poder siniestro detrás del cual chillaban.
Si la justicia peruana “las absuelve”, la memoria de la gente decente no las olvidará.
Lo de los tránsfugas es un plato más fuerte todavía. Para vergüenza de la judicatura y alegría del chinomontesinismo chavetero, la mayor parte de los tránsfugas comprados al peso en el año 2000 no fueron culpables de nada.
Un poder judicial que sigue hediendo a lo mismo desde los tiempos de Simón Bolívar –o sea el olor del dinero que se esconde entre los calcetines, el olor del dinero abovedado en el sobaco– ha decidido que nueve de los que se vendieron no se vendieron sino que se regalaron.
Que jueces que tienden a subastarse inversamente decidan que los congresistas vendidos no cobraron por la felonía electoral que cocinaron en las salas del SIN, que el transfuguismo –fundado en ese periodo por Betito Kouri y su camión frigorífico– sea algo que se deba premiar pasando por la lavadora de la Corte Suprema, son hechos que ya no nos deberían sorprender. Pero que encima salgan miembros de esa pandilla a decir que todo se aclaró, que ellos se pasaron de la oposición que los encumbró al fujimorismo que los inhaló “porque el país lo requería para aliviar la tensión”, o “porque entendimos, después de las elecciones, la enorme responsabilidad que teníamos en nuestras manos”, bueno, eso sí que es pasarse de la raya y asomarse a la arcada.
Que los tránsfugas sepan que en la corte suprema de la memoria, que es la que vale para las herencias, ellos siempre serán las ratas que Fujimori adquirió para el papel de extras a la hora de la quemazón general. La productora se llamaba Laura Bozzo. La película no era precisamente de Kurosawa sino de Saravá y los efectos especiales (que también eran falsos) los ponían las Fuerzas Armadas acantonadas en Putis y Cayara. El guión fue de Montesinos, los diálogos de Faisal, la banda (sonora) de Raúl Romero, los trucajes de Guido Pennano y todo se inspiró en un cuento inédito de Poe y en las posdatas fascistas que dejó Mishima antes de practicarse el harakiri.
Cuando algunos de los colaboradores de Viriato lo mataron por prometedora gestión de Cepión, reclamaron a Roma una recompensa. La recompensa les fue negada con la siguiente respuesta:
-Roma no paga a traidores.
Ustedes, señores tránsfugas, absueltos por los jueces del montesinismo que sobrenada pero víctimas de agudas punzadas venidas del recuerdo, ustedes, rematados por la memoria de quienes les dieron su confianza, ustedes, digo, no son traidores. Porque para traicionar, como decía Harold Philby, primero hay que pertenecer. Y ustedes traicionaron a una democracia en la que nunca creyeron y a la que no pertenecían. Ustedes no son traidores. Son ratas nomás.
*Imágen: Luz Salgado. Archivo Perú.com
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